Clavos

  Las campanillas ya empezaban a cerrarse en la loma cuando él le cogió la mano. Sólo la apretó con una ternura culpable y luego la volvió a soltar, escondiéndose el “todavía te quiero” en el bolsillo. Las olas en noviembre eran como niños escayolados. Se dibujaba una infancia frustrada en su vaivén. Ella miró otra vez los rizos castaños que le caían sobre las orejas y se preguntó si alguna vez habían sido quienes decían que eran. Quienes creían que eran.
      Ahora ella podía mirar al horizonte blanco sin tener que tragar saliva con clavos. Eso era lo que a ella le parecía que eran. Podía respirar el salitre y mecerse con la marea, a pesar de todos los recuerdos. Aun estando a su lado, tan cerca que si se inclinase a la derecha, se tocarían sus hombros. Y no había tocado su piel desde el verano.

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