—No me esperes.
Cerró la puerta. El sonido del pestillo encajándose en el marco me despertó cada noche de las que viví después de ella. Un “click” que sonaba a “no me esperes”.
—No me esperes.
Cerró la puerta. El sonido del pestillo encajándose en el marco me despertó cada noche de las que viví después de ella. Un “click” que sonaba a “no me esperes”.
El día en que te marchaste
los guardias forestales
quisieron arrancar la corteza de este árbol
al que los humanos llaman piel.
Aquello sangraba,
supongo que debiera ser la sabia
-o la vida-.
Miraba mi brazo derecho
y allí no había nada.
Buscaba mi pierna izquierda
y no te encontraba.
Cuando desperté me invadió la resaca,
el tsunami de tu adiós
comenzaba a inundar la cama.
Me lo dijo este campo hostil
de almohadas y colchas,
alborotadas por el suelo.
El contestador automático.
Los gritos de los críos por el pasillo,
una toalla sin colgar en el lavabo,
La neblina aporreando la ventana.
No dejó nada tu ausencia,