En todos los trayectos y viajes suben y bajan autobuses, cada mañana, cada tarde, todos los guías turísticos del universo. En Barcelona, en Jaén, en Getaria, en Florencia, en Córdoba, en Puerta de Atocha me esperan guías rubias con deportivas de colores desgastadas de recorrer y explicar España. “Al frente el Puente de Vizcaya, todo recto Getxo, sobre nosotros Portugalete y allí a lo lejos; el mar, muy a lo lejos, siempre el mar”. Me acercan hasta Francia mis guías turísticas para que podamos entender, entre todos, al país galo, pero el grupo de ancianos octogenarios con el que viajo se siente demasiado débil para seguir cruzando fronteras, y una vez más, los españoles reculamos, damos media vuelta y decidimos mirar a nuestros vecinos los franceses desde estos asientos intransigentes de plástico con el que nos recibe el autobús. Desde aquí todo se ve con otra perspectiva. España duele y sofoca menos en verano al viajar en automóviles con aire de cuatro ruedas. Cuántas batallas nos hubiéramos ahorrado. Sin la Guerra de la Independencia estoy segura de que España sería hoy una sede más de la Eurocopa.
“Al norte San Sebastián, lugar de veraneo de la Duquesa de Alba en agosto y de la clase burguesa. Más arriba Biarritz, sitio de descanso y recreo de Eugenia de Montijo. Aquí vino a retirarse nuestra antepasada cuando su marido, Napoleón III, falleció”. Inevitablemente, parece que en Biarritz todo sale caro: unas sandalias y un pareo, 500 euros, dejar atrás el clamor y los lujos de un pasado fugaz como emperatriz, toda una vejez; escuchar el ruido de los aviones aún sobrevolando Guernica, años de reparación, perdón y mala memoria.
Por la mañana, en Biarritz, nadie toma el sol porque no hay sol en junio. En Biarritz solo se pueden hacer dos cosas: largarse o morir. Suerte que mi grupo de octogenarios, mi guía, yo y Eugenia de Montijo escogimos la primera porque a los españoles nunca nos terminó de convencer nada que fuera demasiado caro y demasiado gris. Por ese mismo motivo a Franco nunca acabó de convencerle Hitler, o fue al revés… Quién sabe. Aún así, Alemania intentó que nos ajustáramos a ella porque hay cosas que nunca varían aunque todo español sepa que la comida, el fútbol y los horarios no se cambian, igual que mi cabeza nunca dejará de pensar que Biarritz es la playa más triste del Cantábrico y, si me apuran, del mundo entero. Aunque ya desde estos grandes ventanales del autobús que se aleja por los extremos de la España fresca, verde y suave la otra España yerma, corrupta y seca le parezca hoy un poco más amable. Aunque mi guía y yo creamos que un día no podamos seguir encontrando las palabras para seguir explicándote España. Suerte que «ancha es Castilla» y los españoles pueden cruzar sus límites y ver que tus molinos son molinos y no gigantes desde lo lejos… Muy, muy lejos.
(Estas palabras son para Cecilia. Espero que nunca te canses de viajar y explicar tanto España como yo de escribirla).