Candela despertó temprano. Aún con los sueños índigos pegados a las pestañas, pudo saludar a las primeras albas blancas; ellas cosían una mañana nueva, desgajada de semanas. A esa hora, el día no tenía ningún nombre. Estaba sencillo, huérfano, libre.
Candela supo que el día se llamaría como ella. Se preparó para orar y dar las gracias por la fresca oportunidad que venía con él y, al unir las palmas de las manos, el cuello le pegó un salto que la hizo boquear. Procurando relajarse, cerró la boca y tragó saliva para limpiarse por dentro. Levantó las persianas todavía más; las nuevas luces la tranquilizarían, como una caricia en la cabeza.
Inspiró y llenó los pulmones de aire templado, pero un quejido sorprendente y melódico se le escapó con el segundo salto. La garganta estaba intentando decírselo: algo se había atorado y tragar no hacía más que hervir la transformación que se le precipitaba allí dentro.
Candela no sabía qué hacer. Cada vez que quería llamar a alguien que pudiese ayudarla, no hacía más que tararear una canción que no había escuchado nunca. Pero, cuando sin quererlo, se oyó canturrear en voz baja, con susurros casi sonoros, no pudo hacer otra cosa que bajar los párpados y respirar hondo. La luna, un orbe remolón indistinto a lo demás, todavía estaba dando un paseo por el firmamento casi encendido.
Decidió guardar silencio y enjuagar sus pensamientos con meras percepciones sensoriales, que le subían por las plantas de los pies descalzos. Sin embargo, este momento de tranquilidad duró poco. Y Candela sabía que aceptarlo lo más rápido posible era lo mejor. Sonrió y cabeceó con alegría un poco amarga. Quería convencerse de que estaba preparada. Inspiró hasta dentro de nuevo, otra vez, y el aire le salió rozándole las cuerdas vocales, con un cante fuerte enredado en la voz. Se asustó de su propio sonido y quiso que el cambio fuese rápido. No podía aguantarlo más, a pesar de que unos segundos antes no era consciente de nada. Retenerlo era complicado. El pecho y el cuello le brincaban, expectantes por lo que tenía que suceder.
Era demasiado. Se dio cuenta de que la casa se le estaba quedando estrecha, de que no podía estirar los cristales ni las paredes ni ajustárselos al cuerpo, que estaba a punto de cambiar. Cerrando los labios con toda su voluntad, salió rápidamente de la habitación, pero las risas y las primeras notas que entonó se le escaparon sin querer.
Los diques iban rompiéndose, las fronteras se emborronaban poco a poco. Temblaba, reía, sollozaba despacito y buscaba una salida. Con un amago de alarido que le huía de los costados, bajaba, rauda, los escalones; se tocaba la garganta y sabía que todos sus años de silencio estaban allí, palpitando a un ritmo ascendente y antiguo. Un ritmo que la hacía sumirse en un paroxismo de dolor y pura dicha. Toda su vida se le quedaba ahí, atrancada; las corrientes de agua le subían y le bajaban. Abajo y arriba. El mismo Almanzora le empujaba los carrillos hacia fuera, sin poder reprimirlo más.
Candela corrió las escaleras, tropezándose con ellas, resbalándose con las piedras desgastadas que se le caían de los pies, con las ramas de los tobillos, con los juncos de los muslos. No pasó por la cocina. Corría y corría más cuando se miraba, porque no quedaba tiempo. Con las manos llenas de arena mojada, arrancó de sus goznes la puerta de la calle, cayéndosele algunos peces cobre, algunas flores inundadas de verbos dulces.
Se precipitó a la calle. Era inminente. Iba a llegar de un momento a otro; ahora canturreaba en voz alta y se reía y lloraba, todo al mismo son. La metamorfosis estaba aquí, y lo sabía. Su pecho y su garganta ya eran fuego.
Cayó de rodillas y alzó los brazos, ofreciéndose a todo.
Las manos abiertas. Los ojos cerrados y las lágrimas borboteando en los labios.
En su regazo ya empezaba a crearse un charco violeta, una cascada diminuta; algo todavía discreto. Se quiso por última vez, sosteniéndose en las rocas y en los troncos extraviados que empezaban a asomársele por la espalda. Candela lloraba, y sus nervios manchaban sus mejillas de alga.
Todas las despedidas la precedían. Sus vecinos vieron cómo dejaba escapar los finales por la piel; también los roces de otras pieles, de los recuerdos de personas que ya no estaban allí, pero que, una vez, la amaron hasta hacerla como ella era.
Respirando fuerte y alto, despegó la boca y cantó. Candela, entre espasmos de cambio, entonó una sinfonía desconocida, una canción profunda y que llegaba hasta la sierra; un canto sincero, desgarrado, viejo, bruto… Jondo. Seguía temblando pero su voz era más fuerte. Candela cantó y gritó por la infancia de sus padres, por las miradas de amor de sus abuelos, por los tañidos del laúd, por las amigas olvidadas, por la herencia, por las pastillas, por la soledad querida, por las marismas, por el dinero, por las tierras, por las siembras; por el flamenco, por las pesadillas, por las verdades sordas.
Candela se entregó en un acto de fe inocente, más alto que una pirámide.
Candela cantó y cantó; le cantó a las diosas.
Y llegó la paz prometida:
Candela se hizo río. Y se quiso más que nunca.
Las piedras, los juncos, las dunas, las algas y los peces le hacían sangre al salir, pero también los quiso. Lo quiso todo. Las fotografías de su vida, lo que recordaba, lo que pensaba. Quiso la tristeza, quiso la añoranza, quiso la melancolía y la nostalgia; quiso el haber sentido todos los latidos de los seres del mundo; quiso los tirones que los torrentes de agua le daban al abandonarle el cuerpo.
Le vino todo cuando lo aceptó y se dejó correr; la música llovió por todas las avenidas que, como ahora Candela, buscaba el mar.
Su corriente se metió debajo de las puertas: su calle se llenó de pétalos naranjas y de agua nueva. Los hijos de los vecinos se apresuraron a jugar con sus barcos de madera y los padres se sacaron los zancos, mojándose los tobillos y riendo, maravillados, por Candela y su nueva vida.
Sí.
Candela se hizo río. Y dejó las puertas abiertas.
Candela se hizo río y se conoció desnuda:
ella era agua y Andalucía y calé y bosque y azahar y sur.
Candela era sur.
Candela era vida vibrante.
Candela era santa y pagana.
Suya es la derrota y la victoria. Suyos los pellizquitos del pecho. Suyo el principio. Suyo el renacer. Suyas las tormentas. Suya la libertad que no se da la vuelta. Suyos los desiertos. Suyo el aire. Suyo el tiempo. Suyos los finales de la historia.
Candela se abrió, y nunca volvió a cerrarse.
Candela se dio a sí misma.
Que bello! Que increíble es Candela! Gracias por esta publicación!
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Muchas gracias a ti, Zenaida, por leerla y pasarte por nuestro blog. ¡Un abrazo! ¡Te esperamos siempre que quieras! 🙂
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[…] pasado por aquí, no habréis podido evitar enamoraros del olor a azahar que desprende “Candela“, que es sur y se hizo río, que se abrió para no cerrarse nunca más y se dio a sí misma. […]
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