Pedro era (pues ya no lo es) el “niño pródigo” de la familia Tomarés.
Había terminado sus estudios de ingeniería química en Madrid, y su Máster en Chemical Research por la University of London con una calificación que le colocaba en los primeros puestos de las listas curriculares. Antes de que cerrase su maleta en Inglaterra para volver a España a plantear su futuro, el banco Santander se adelantó a ofrecerle uno. Por lo visto, ciertas ecuaciones de este tipo de ingeniería eran muy similares y útiles para la banca, especialmente para un nuevo sector llamado confirming, donde querían incorporarle. Con veinticuatro años, Pedro Tomarés ya tenía su propio despacho, ganaba seis mil euros al mes e iba al trabajo con una corbata distinta cada día. Ah, y además era (pues ya no lo es) guapo, o handsome, como él decía.
Se convirtió en el orgullo de los Tomarés. Toda la familia se abrió cuentas en el Santander, donde recibían un trato especial. Y como el trabajo le tenía tan ocupado que ya casi nunca podía asistir a las reuniones familiares, siempre se reservaba una parte de las comidas, entre el aperitivo y el plato principal, en la que solo se hablaba de él. De lo inteligente que era, el futuro que le esperaba (la abuela Luche incluso decía que llegaría a ser Presidente) y lo guapo que salía en sus selfies.
He de admitir que durante los dos primeros años Pedro se esforzó por mantener el contacto con nosotros. Bajaba a Alhaurín de vez en cuando, y si no podía, siempre se preocupaba de enviarnos por MRW los regalos de cumpleaños y un jamón ibérico puro de bellota, de novecientos euros, que nos llegaba cada 25 de Diciembre a las ocho horas exactas. Mi tío Edu, el cocinero, incluso hizo uno de esos cursos donde enseñan la técnica de cortar jamón, para no sentir que estábamos profanando a una virgen con nuestras torpes y vulgares manos.
Pasaron tres años, y todos continuamos con nuestras vidas normalmente, mientras que Pedro crecía y se alejaba cada vez más, hasta que, de un día para otro, desapareció. Incluso cuando le llamábamos no contestaba, o cogía rápidamente para decir que estaba muy ocupado y que debía colgar. Dejó de enviarnos regalos de cumpleaños y de hacerse selfies, pero cada año se las apañaba para que, al menos, el 25 de Diciembre a las ocho horas exactas, nos llegara su jamón ibérico puro de bellota.
El único contacto que teníamos con él era a través de una pata muerta de cerdo.
Fue un tiempo después que, en otra rápida llamada, nos enteramos que le habían concedido un importante ascenso, a otro sector aún más novedoso del Banco llamado Developing. Mi abuelita Luche, que siempre se las había dado de “medio bruja” empezó a, como ella decía, vituperar de él. «El dinero y el éxito le han ennegrecido el corazón». Dijo una vez, con la mirada perdida en su estofado de cerdo, luego se llevó las dos manos al pecho y mirándonos a todos con el temor de una abuela que pierde a su nieto predilecto, añadió: «Yo siento que este ascenso le ha corrompido el alma. No le espera nada bueno en la vida, y a nosotros tampoco de su parte», y sus ojos se brillaron en lágrimas… y dejó de comer jamón.
«Ja, ja, ja» nos reímos todos, para tranquilizarla. «Qué cosas dices, abu. Está muy liado, nada más». Lo cierto era que no podíamos reprocharle nada a Pedro, más bien, todos le debíamos algo. No quedaba nadie que no le hubiera mendigado dinero una o dos veces, y él nos lo había dado al acto, con una generosidad que daba miedo (ya que había sido uno de esos niños que, incluso en la adolescencia, no te dejaba ni si quiera tocar sus regalos de navidad hasta que se hubiera cansado de ellos, o quisiera pedirte el tuyo a cambio). En este caso, lo que todos pensamos era que, en efecto, se había cansado tanto del dinero que no le importaba darlo. Porque, ¿qué podría él pedirnos a cambio?
Ninguno tenía dinero, ni puestos importantes, y ya contaba con el distante cariño de todos. Lo único que nos quedaba, lo único que teníamos más preciado que él eran nuestras vidas. Nuestros cuerpos desechables.
Los temores de la abu Luche parecieron confirmarse un día en el que, a través de las noticias y redes sociales, se hizo viral una impactante primicia. Al parecer, el Banco Santander había usurpado millones de euros. Así a bote pronto, con el panorama actual, no parece una noticia tan extraordinaria. El conflicto vino cuando se le preguntó sobre esto al director ejecutivo, el señor Gregorio Samso, y echó luz sobre el asunto diciendo que ese dinero había sido donado voluntaria y anónimamente para fines de desarrollo científicos. Más concretamente, para la “modificación genética de los alimentos de cara a su potenciación en valores nutricionales”, textualmente. En otras palabras: la mayor polémica nutricional de la historia, la comida transgénica, manipulada genéticamente.
Al no poderse encontrar otras pruebas concluyentes que acusaran a Gregorio Samso, y finalizado el plazo de reclamaciones, el asunto legal se dio por zanjado (aunque quedó abierto un amplio tema moral, no pasado por alto por los más ecologistas, que no tardaron en ser acallados).
Esa misma tarde llamé a Pedro. Una. Tres. Ocho veces. Hasta que descolgó con la prisa de siempre. Por su voz áspera apenas le reconocí. Le pregunté, asombrado, si era cierto eso de las mutaciones genéticas en los alimentos, y él me respondió muy alegremente que sí. «Estamos haciendo unos avances impresionantes, primo. Después de esto el mundo entero va a cambiar. Pronto tendréis noticias mías», y colgó.
La inquietud se hizo un pequeño escondrijo en nuestros pensamientos. ¿Y si la abuela Luche tiene razón? Y aunque en las reuniones familiares seguían adulando lo guapo y generoso que era con sus jamones y sus ayudas económicas, yo sé que todos nos sentíamos un poco como un niño al que por delante le están dando una piruleta, para que el doctor pueda clavarle bien la aguja en las nalgas.
Los meses pasaron, y el escondrijo de la inquietud ya había sido rellenado por todas esas otras preocupaciones del día a día. No habíamos vuelto a tener noticias de Pedro, ni del banco Santander. Como una extraña calma que aquietaba al país entero.
Cuando llegó el 25 de Diciembre, una atmósfera de turbación general se apoderó de nuestra casa en la calle Bahía de Málaga número 22. No sé por qué, pero tenía la sensación de que ese sería el primer año en que Pedro no nos mandaría el jamón.
A las ocho horas y un minuto, llamaron al timbre.
—Yo voy —me adelanté. Pero todos vinieron detrás de mí.
Abrí la puerta y ahí estaba un hombre mayor, vestido de traje, con una corbata de telarañas negras y un jamón cargado a los brazos como un bebé. El hombre nos sonrió.
—¡Feliz navidad! ¡Soy yo, Pedro!
Difícilmente podríamos haber disimulado nuestra expresión de horror ante su afirmación. Solo habían pasado cinco años desde que Pedro entró en el banco, por lo que debía tener veintinueve años, pero aunque su porte seguía siendo firme, su rostro era… El poco pelo que le quedaba era fino y rugoso, partido por una ralla en el centro, lo que le daba la forma de la silueta de una gaviota. Su piel estaba blanquecina, casi translúcida, lo que hacía que se marcara el entramado de venillas moradas, y sus ojos, antes seductores y profundos, sobresalían ligeramente de sus órbitas y se movían a trompicones como si estuvieran atascados por arenilla; tenía los labios hinchados, brillantes y rojos como dos rodajas de tomate, y los dientes se le habían empequeñecido, como si se hubieran metido hacia las encías.
A pesar de su aspecto, todos salvo mi abuela y yo gritaron de alegría y se abalanzaron para abrazarlo. «¿No se dan cuenta?». Mi tío Edu, más feliz que un colibrí, se apresuró a coger el jamón, con esfuerzo, y ponerlo en la tabla de la cocina, junto a todo el resto del banquete de Navidad: un pollo entero al horno, langostas, albóndigas con salsa de almendras, una tabla de quesos, croquetones y una decena de manjares más.
—Es el jamón más caro que comeréis en vuestra vida —la voz de Pedro sonaba a humo—, lo han estado criando especialmente para vosotros, el cerdo se llama Joyita —sus brillantes labios carmesí se afinaron al sonreír—. La Joyita Tomarés.
No se me pasó por alto que lo dijo en presente: “el cerdo se llama Joyita”, y me imaginé al cerdo, aún vivo, sin una pata encerrado en alguna jaula oscura. Pero al final supuse que fue simplemente una forma de hablar. El jamón era enorme, más del doble de una pata normal; la grasa tenía zonas como ennegrecidas, y su pezuña estaba amoratada y agrietada. «No me gustaría ver a este bicho completo» pensé, y luego añadí «No pienso probar ni una loncha, por muy bueno que digan todos que está».
Como de costumbre, nos fuimos al salón a tomar el aperitivo y hablar de Pedro (en este caso con él) mientras mi tío Edu se quedaba terminando de preparar la cena en la cocina, al ritmo de unos villancicos a todo volumen. Yo no podía soportar cómo todos seguían adulándolo, cuando para mí era casi repulsivo mirarlo a la cara. Realmente había algo perturbador en ella, en sus ojos de sapo, de modo que fui a la cocina para echar una mano.
Siempre pensé que, si alguna vez veía a un muerto en realidad, me costaría creerlo de tantas veces que lo he visto en películas. Pero no fue así. Nada más entrar, encontré a mi tío Edu, desparramado en una silla con el cuchillo jamonero atravesándole el cuello. Sentí tanto terror que ni si quiera el grito se atrevió a salir de mi garganta. «¿Qué ha pasado?». Los villancicos me tronaban en la cabeza. La pata de jamón ibérico puro de bellota tenía ya un buen trozo cortado, por lo que pude ver con claridad cómo sus fibras se acortaban y alargaban al moverse, y su pezuña se retorcía en círculos, como si se estuviese desperezando tras despertar.
Entonces la zarpa se desprendió de la tabla y al son del “Campana sobre campana” se arrastró hasta las langostas. Cogió una de ellas, y se la clavó en el muslo. Vi cómo la piel del jamón se estiraba para atrapar la cabeza de la langosta; como un remolino en el mar que se traga todo lo que se le acerque y lo hace parte de sí mismo. Luego se clavó otra, y otra, hasta que pudo erguirse sobre dos patas. Yo permanecía atónito y paralizado de miedo ante aquella siniestra escena. A continuación cogió el pollo y se lo colocó como una cabeza; Dos triángulos de queso hicieron sus orejas, un macarrón rizado su rabo, y las albóndigas se las añadió a modo de ojos. Así continuó mutando, creándose a sí mismo a partir de aquella copiosa y variada cena, hasta concebir la forma grotesca de un puerco maligno y aceitoso creado a través de comida transgénica. Caminaba sobre dos apoyos, aunque iba retorcido y como desmoronándose «El Demonio de la Gula Transgénica… el Demonio Tránsgula», pensé estúpidamente. Joyita arrancó el cuchillo jamonero del cuello de mi tío y se rajó la cabeza-pollo en horizontal, luego rompió una botella de vino y, utilizando los cristales rotos, se construyó una espantosa dentadura irregular.
Su mirada con salsa de almendras se posó sobre mí, hizo una mueca con sus boca como si sonriera y se movió. Fue entonces que conseguí gritar de terror.
No entraré en detalles de lo que ocurrió después. No hubo cena finalmente, al menos no para nosotros. Resultó que la abuela Luche tenía razón, y el alma de Pedro se había corrompido en la más tenebrosa oscuridad. Joyita no se limitó a perseguirnos y matarnos, sino que también fue fusionando nuestros restos con otros platos de comida. Nos fue convirtiendo en Tránsgulas.
Mientras tanto, mi primo Pedro no paraba de reír, comer y bailar villancicos, hasta que Joyita terminó con todos nosotros, y pareciendo no haber tenido suficiente, se abalanzó sobre un sorprendido Pedro y le arrancó el corazón que, como había predicho mi abuela, estaba negro como un trozo de carbón.
Según nos enteramos al día siguiente, Gregorio Samso había enviado un jamón de esos a cada casa del país. Pero al final, la cosa se les fue de las manos, y ahora son las patas de jamón ibérico puro de bellota transgénicas, las que nos dominan. Lo llamamos el Imperio de los Tránsgulas.
Para los que os preguntéis cómo, entonces, he sido capaz de escribir esta carta, debo decir que ellos son bastante permisivos con la libertad de expresión; siempre y cuando uno tenga las extremidades adecuadas como para empuñar un lápiz.