Jam, Manhattan

Brooklyn se extendió a los pies de Jared como se había extendido a los pies de tantos otros hombres antes que él. Durante el trayecto en tren, había imaginado Nueva York en clichés, como una ramera francesa perfumada, llena de promesas bohemias a veinte dólares la hora. Era 1932, Roosevelt acababa de tomar el cargo de presidente tras una jornada electoral marcada por el crac del 29 y la ciudad todavía estaba medio borracha por la elección de su gobernador. El olor a carbón desde el ferry le manchó de ceniza la primera vista de Manhattan, con sus banderines rojos, azules y blancos colgando de las barandillas del Riverside.

Cuando Jared llegó a su habitación, ya había unas pocas cajas apiladas contra la pared. Soltó el maletín sobre la cama, ya vestida de sábanas con el escudo de la residencia bordado en el doblez. Antes de deshacer las maletas, se permitió el lujo de dar un paseo por el recinto de la universidad. Las sombras de los árboles aleteaban sobre las paredes de ladrillo visto. Fingió no darse cuenta y volvió a su residencia.

Su compañero de habitación estaba sentado en su cama cuando volvió, con la espalda apoyada en la pared y los ensayos de Emerson descansando sobre las piernas estiradas. El muchacho, de alegres rizos claros y la camisa por fuera, saltó de la cama y le estrechó la mano entre las suyas con energía.

—Edmund. Encantado.

Edmund era una de esas personas que harían a su padre estrechar los ojos. Estudiaba Historia del Arte y Literatura, hablaba con ganas en la voz y acompañaba todo lo que decía de gesticulaciones efusivas con los brazos. Edmund insistió en invitarle a cenar y enseñarle la ciudad. Salieron por Broadway, calle abajo, hasta que se encontraron con un pequeño establecimiento abarrotado. Jared pidió, por insistente recomendación de Edmund, un sándwich Reuben con guarnición de ensalada de col. Después llamaron a un taxi que les llevó a la 52.

El carnaval de carteles y trompetas que exhibía la calle se le mezcló en la boca con el regusto a ternera curada, queso suizo y chucrut. Se metieron en una estrecha escalera anunciada por un neón rosa y verde que llevaba a un semisótano lleno de humo y mesas bajas. En el escenario, improvisaban un saxofonista, un baterista y un contrabajista. Se le ocurrió preguntarle a Edmund sobre el libro que estaba leyendo en la habitación.

—Ah, el gran Ralph. El padre del trascendentalismo.

—¿Trascendentalismo?

—Uno de los momentos literarios más excitantes de nuestra nación. Imagínate, Emerson, Thoreau, ¡Whitman! Daría cualquier cosa por haber estado vivo en aquella época y haber compartido una única noche con ellos en el club de los Trascendentalistas.

—¿Los Trascendentalistas no eran esos que decían que eran Dios?

Edmund se carcajeó.

—Sí, mucha gente quiso entenderlo así. En realidad, lo que decían era que sus almas, la mía, la tuya y la de cada individuo, son la misma que el alma del Universo y de Dios, y que contienen todo lo que el mundo contiene.

Jared arrugó la nariz como su padre le había enseñado.

—Menudos pretenciosos.

Edmund volvió soltar una carcajada divertida.

—Desde luego. Todo esto viene un poco de la filosofía alemana y el romanticismo europeo, que se puso muy de moda entre los intelectuales en aquella época. Los jóvenes necesitaron el trascendentalismo para revelarse contra los unitarianistas, tal y como el romanticismo se había revelado contra la Ilustración.

—¡Pero la Ilustración fue importantísima!

—¡Por supuesto! Fue clave, una de las mejores cosas que le ha pasado a nuestra sociedad. Pero los jóvenes alemanes se cansaron de tanto racionalismo y reivindicaron el valor de la imaginación.

—Menuda estupidez.

—¿De verdad piensas eso? ¿Crees que la imaginación es estúpida?

—Estúpida no, pero inútil…

—Entonces eres racionalista.

—Sí, supongo que sí.

—Lo respeto.

—Pero no lo compartes.

—No.

Jared observó a Edmund, a su vez absorto en las pulsaciones del contrabajo, dibujando con su nariz las florituras del saxofón en el aire.

—Háblame de los racionalistas.

—Así me gusta, eso es exactamente lo que diría un racionalista. La Ilustración y la iglesia Unitaria compartían la creencia en la razón humana, y sólo la razón humana, como vehículo para conocer el mundo. Sólo el conocimiento empírico puede ser cierto y verdadero, sólo lo que percibimos a través de nuestros sentidos es real.

—Sí, eso tiene sentido, estoy de acuerdo.

—Muy bien.

La canción terminó y, tras unos segundos de pausa, la batería comenzó a marcar un nuevo ritmo con los platillos.

—¿Por qué no estás de acuerdo con eso, Edmund?

—¿Con qué, con el racionalismo?

—Sí.

—Porque creo que hay mucho más en el mundo de lo que se puede poner en palabras y razonarse.

—¿Cómo qué?

Edmund resopló y señaló con la cabeza al escenario.

—Esto, por ejemplo.

—¿La música?

—El jazz. Lo percibes con los oídos, sí. ¿Pero serías capaz de escribirlo?

—Un músico podría escribir la partitura.

—Puede, pero no podría escribir el proceso imaginativo del bajista abandonándose a su intuición para crear el siguiente solo, ni la conexión entre los tres músicos que permite que, sin partitura de por medio, sean capaces de improvisar una melodía; no sería capaz de escribir la pasión en cada gota de sudor del baterista ni las emociones que el saxofón te crea en el estómago y te suben por la garganta.

Jared calló, las vibraciones profundas del contrabajo se le metían por las plantas de los pies, firmemente ancladas al suelo de madera, y le reverberaban por la tibia y el peroné como un diapasón, hasta hacerle cosquillas en las rodillas.

—Nadie sería capaz de escribir todas esas cosas.

—¿Tú crees? Puede ser.

—No pareces convencido.

—Porque creo que un poeta podría.

Esta vez, fue Jared quien soltó una carcajada. Pero le salió reticente y amarga.

—Venga ya, no me vengas con poetas.

En cuanto lo dijo, recordó que Edmund era un estudioso de la literatura. Pero su compañero no se ofendió, sino que sonrió con recato. Jared intentó recuperar su argumento.

—Vale, puede que un poeta escribiera palabras esdrújulas que sonasen bien y dijesen cosas del ritmo o de cómo se mueven los músicos, pero no podrían describir lo que nosotros estamos escuchando y hacerles sentir lo que nosotros estamos sintiendo.

—Puede. Para escuchar exactamente lo que nosotros estamos escuchando y sentir algo parecido a lo que nosotros estamos sintiendo ahora mismo, tendrías que estar aquí, oyendo la música. Pero, ¿has leído poesía? Algo me dice que no.

—Poca —admitió Jared.

—Cuando lees poesía, da igual que no estés aquí, las palabras se difuminan en tu cerebro y las sensaciones, las imágenes, se van creando detrás de tu piel y tus retinas, como vapores de colores. A través, sí, de tu inútil imaginación.

—Me cuesta creer eso.

—No tienes más que probarlo algún día. Hazlo y me cuentas qué tal. Si sigues sin creerlo, no te daré nunca más la tabarra. En cualquier caso, estamos de acuerdo en que ahora mismo estamos sintiendo algo que no puede razonarse.

—Yo no he dicho que no pueda razonarse.

—Pero has defendido que no puede ponerse en palabras, y las premisas necesitan definirse para poder ser razonadas.

—Puede ser… Aun así, tampoco es que esto sirva de mucho. El mundo funciona con las cosas que sí se pueden razonar.

—Puede que, en tu vida, no sirva de mucho. Pero estamos de acuerdo en que es real, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Es real, es verdad, existe.

—… Sí.

—Pero el racionalismo niega que esto exista.

—¿Lo niega?

—Claro, sólo existe lo que se puede razonar.

—Pero…

—No. Si no es razonable, no es verdadero.

Jared reflexionó.

—Está bien, puedo ver por qué algunos no estarían de acuerdo con eso.

—Especialmente los artistas.

—Especialmente los artistas, claro. Pero sigo pensando que lo verdaderamente importante en el mundo no son las emociones y la belleza… No te ofendas.

Edmund volvió a reír.

—No me ofendo. Pero, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—¿Qué quieres hacer en tu vida?

Jared no se lo pensó.

—Quiero estudiar una carrera, encontrar un trabajo y una esposa y tener una familia.

—Y si algún día tienes hijos, ¿les traerías a Manhattan a comerse un Reubens, pasear por Broadway y escuchar jazz en la 52?

—No sé… Sí, supongo que sí.

—¿Por qué?

Jared abrió la boca para responder, pero calló cuando entendió a dónde quería ir Edmund a parar. Sonrió.

—Sí, me gustaría que sintieran las mismas cosas que yo he sentido hoy.

—Las mismas cosas inútiles.

—Las mismas geniales cosas inútiles.

Terminó el solo de batería y los jóvenes brindaron.

—Supongo que voy a tener que leer a Emerson.

—Puedes coger mi copia cuando quieras.

A la mañana siguiente, Jared se levantó cuando todavía no despuntaba el alba. Se vistió despacio, deslizó los ensayos de Emerson bajo su chaqueta y salió de puntillas para no molestar a Edmund. Mientras se levantaba la madrugada, paseó hasta Central Park. Deambuló entre los árboles hasta que encontró un banco de madera bajo un sauce. Ojeó las páginas del libro y encontró varias marcadas. Al abrirlo encontró una dedicatoria a mano, con letras grandes, redondas e inclinadas:

“El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”

La autoría de la cita se atribuía a Hölderlin.

Jared dejó el tomo descansando en el asiento junto a él. Sacó un pequeño cuaderno de piel y un plumín del bolsillo interior de su chaqueta. Pasó las yemas de los dedos por las páginas en blanco. Comenzó a bosquejar un sauce con trazos rápidos y firmes.

 

África Curiel Gálvez

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