Clavos

  Las campanillas ya empezaban a cerrarse en la loma cuando él le cogió la mano. Sólo la apretó con una ternura culpable y luego la volvió a soltar, escondiéndose el “todavía te quiero” en el bolsillo. Las olas en noviembre eran como niños escayolados. Se dibujaba una infancia frustrada en su vaivén. Ella miró otra vez los rizos castaños que le caían sobre las orejas y se preguntó si alguna vez habían sido quienes decían que eran. Quienes creían que eran.
      Ahora ella podía mirar al horizonte blanco sin tener que tragar saliva con clavos. Eso era lo que a ella le parecía que eran. Podía respirar el salitre y mecerse con la marea, a pesar de todos los recuerdos. Aun estando a su lado, tan cerca que si se inclinase a la derecha, se tocarían sus hombros. Y no había tocado su piel desde el verano.

      Él ya le había preguntado que por qué lo había hecho. Era complicado y estúpido. David significaba un vínculo con su mundo del que no estaba preparada para ser desterrada. Se dijo que era porque David era un buen amigo y le necesitaba. Más que nunca, le necesitaba. Pero sabía, en el fondo, que había sido cruel y estúpida.
      A él le dio la segunda versión, claro. Él calló, apretó los labios y siguió mirando el batir rítmico de las olas más abajo. Le dio esa versión, en parte, porque era demasiada la culpa que venía con la primera. En parte, por que él nunca le había dado a ella una explicación.
      Ella tampoco se había visto nunca con valor para pedírsela. Quizá porque había sido demasiado arbitrario y no quería todavía conocer la respuesta. Prefería pensar que lo había hecho por ella, pensando que no podría darle lo que necesitaba a través de la distancia indefinida.
      “— ¿Me quieres?
      —… Ya deberías saberlo.
      —Pero quiero que me lo digas. Dímelo, ¿me quieres?
      —No voy a responder a eso.
      —Anda, dímelo. Quiero escucharlo, dime si me quieres.
      —No.”
      En mayo hablaba de tener una hija y ponerle su nombre y en agosto decía “no”.
      Ella respiró hasta que el aire le llenó el abdomen. Aunque ya no le salían clavos en la garganta, notaba que todavía le quedaban algunos incrustados en el hígado y el estómago. Demasiado profundos para la cirugía. Sólo se podía dejar que el cuerpo los asimilase y depurase todo lo tóxico, hasta quedarse sólo con el hierro. Usarlo para endurecerse.
      Él se levantó y dijo que ya se estaba haciendo tarde. Bajaron de la loma y, ya en casa, él se quedó en el sofá y ella durmió en la cama donde por primera vez le había besado los muslos.
      En mitad de la noche, ella fue al salón y se sentó al borde de su cama.
      —Todavía te quiero —le susurró.
    Pero no era una condena, ni una amenaza. Sólo un diagnóstico.

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